Lic.
Marcelo Percia[1]
Circulan diferentes
ideas para pensar las instituciones. Teorías que las estudian como si fueran
objetos o que tratan de volver inteligible su cosa interior. Que clasifican contradicciones, que trazan curvas
de problemas, o que organizan mapas en los que distinguen tramas formales,
informales o fantásticas, Propuesta que explican las cuestiones institucionales
de un modo razonable.
Preferimos pensar
que una institución es un barullo devastador. Un estallido
que (desencadenado) arrasa con clasificaciones, estadísticas y esquemas. Un
hervidero de desconfianzas y complicidades. Un sonido hueco de verdades
establecidas y un crujido de saberes estremecidos. Un pulso de confusiones y
heterogeneidades disimulado detrás de hábitos y normativas.
La interrogación
por las instituciones educativas se pregunta cómo escuchar algo, de ese atemperado alboroto, en voces de alumnos
y maestros, directivos y personal empleado. Imaginamos el análisis de la
institución educativa como entrada a lo
inaudito. Como estampida de pensamientos que persiguen actos sin nombre.
Pero ¿cómo abrir los oídos para sentir
algo inabarcable y no del todo razonable? Es infrecuente que algunos afectos encuentren oportunidad para
decirse en los espacios institucionales. Entendemos que las preguntas por la
institución educativa deben atender a la
palabra de los que trabajan, enseñan, aprenden y transitan por ella. Porque
el alma de la escuela habita el cuerpo de la gente y se agita en voces que tiemblan.
Interrogar a la
institución educativa es, también, desatar lenguas: compartir palabras y
poner nombres a nuestros actos. Pero ¿cómo ejercitar el desatado en las instituciones? En
cuestión de lenguas conviene andar con cautela. No se trata de tirar de la lengua, sonsacar algo por
medio de la persuasión o la
fuerza. O de barrer con la discreción de algunos que se muerden la lengua para que no se
escape eso que temen decir. O a las malas
lenguas que murmuran daños a espaldas de sus oponentes. Ni a las lenguas almibaradas que ponen
palabras dulzonas en los oídos
de la autoridad.
Tampoco se trata de premiar lenguas voluntaristas que trabajan sin descanso, aisladas y solitarias. Tal vez el análisis del
a institución educativa deba pensarse como posibilidad de propiciar grupos en estado de palabra. Una institución
pensada como los posibles estados de palabras de sus grupos. O como los estados
de acallamiento de sus grupos. O como los estados de murmuraciones de sus
grupos. O como estados de silencio.
La institución como espacio deliberativo:
Se podrían pensar las instituciones como espacios de control, como espacios de
encierro, como espacios de adiestramiento, como espacios de liberación.
Si el término adiestramiento se asocia con las ideas de aleccionar
(instruir consejos), disciplinar (impartir
órdenes y normativa) o amaestrar (ejercitar habilidades en criaturas inferiores),
podríamos interrogar en qué condiciones la institución educativa
se ofrece como espacio para
hablar y un tiempo para pensar con otros. En qué condiciones se presenta como espacio deliberativo. Como extensión para tratar, entre varios,
los pro y los contra de un asunto. Como modo colectivo de liberar
lo que vive callado en palabras y en actos usuales.
¿Cómo pensar en las
instituciones? Pensar es rodear una cosa de vacilación. Desestabilizar su orden
o poner a trabajar sus indecisiones. Zarandear circunstancias, sacudir
sensibilidades o desgarrar hábitos. Muchas rutinas institucionales no admiten
discusión. Son marchas incuestionadas, expectativas cubiertas de inmovilidad y
aprendizajes sin pensamientos. Quizá pensar sea compartir una perplejidad.
Reponer vacío disimulados por la reiteración de lo común. A veces, los grupos
institucionales sólo exhiben automatismos logrados. Costumbres que hacen alarde
de su fuerza. Explicaciones que afirman que algo se hace porque se hace, porque
se hizo siempre o porque es así. Y, a veces, los grupos institucionales son
campamentos para intimidades desorientadas. Ocasiones para voces indignadas
contra lo establecido. Orillas a las que llegan turbaciones y desconciertos. Pero
¿cómo se practica, en una institución educativa, la recepción de lo no
declarado? Los grupos escolares cuando
se abre paso a la expresión de un malestar, ¿actúan como espacios de contravención institucional?
Las formaciones
grupales en las instituciones no configuran los paisajes ordenados,
disciplinados, y coordinados que sugieren los manuales de dinámica de grupos.
Los grupos son estados de la
institución. En este sentido, lo grupal (al menos, en este
sentido) es una figura no lograda. No confío en descripciones de fases para sus
procesos. Esquemas que dicen qué hay que hacer para que esos conjuntos alcancen
madurez. Maniobras que faciliten su evolución. Instrucciones para doblegar fragmentaciones
y aislamientos.
Conozco, en cambio,
lo grupal como turbulencia. Como
encuentro efímero. Como resorte que
descentra. Como coincidencia que se
disuelve. Como producción y recepción que se distribuye de manera desigual.
Como cuerpo desarticulado y
movedizo. Como unidad de
lenguas sueltas y ojos desorbitados, mentes frías y pensamientos estremecidos.
Como embrollo que no parece seguir reglas. Como búsqueda, obstinada, de
comunicaciones que no alcanzan.
Propongo esta
conjetura: la violencia en las instituciones educativas tiene relación con el
quiebre de la palabra. El
aprendizaje
institucional es también una ocasión para la experiencia de la palabra.
La palabra dicha y la
palabra escuchada entre muchos que se reconocen atravesando problemas comunes.
Palabra entre semejantes como experiencia de aprendizaje en la institución
educativa.
[1] Licenciado
en Psicología (UBA – 1979), Psicoanalista y Ensayista. Autor de numerosos
artículos y publicaciones sobre el aporte de la psicología al análisis de las
instituciones educativas
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